Patinar no tiene edad

Como muchos niños, yo también patinaba cuando tenía entre 8 y 10 años. En aquellos tiempos teníamos patines de cuatro ruedas que se ataban con cordones de cuero a los zapatos. Ni sabía lo que eran las protecciones ni me interesaba. Y como todos los niños, las caídas y rozaduras eran parte del juego, al que no se hacía caso hasta que no salía sangre.
Perdí de vista todo lo relacionado con patines hasta los 45 años. En aquel momento, con jornadas de trabajo ante el ordenador y otras sesiones igual de largas de trabajo en casa, estaba inmersa en la típica vida sedentaria del trabajador informático. Y naturalmente, con el sobrepeso correspondiente a ese tipo de vida.
Enganche inmediato y progreso
Un buen día, un colega algo más joven que yo me propuso salir a patinar con otros amigos y alquilé unos patines en línea. La primera hora no me atreví casi a despegarme de la barandilla. Cuando por la tarde conseguí deslizarme los primeros metros sin ayuda, con el corazón latiéndome a 180, noté una gran satisfacción. ¡También noté al día siguiente unas cuantas agujetas!
Esa semana me compré mis primeros patines en línea. Durante los próximos fines de semanas comencé a ir por las mañanas o tardes a unas pistas y en tres semanas ya me movía sin problemas dando vueltas. Todavía no sabía frenar ni sabía hacer otra cosa que patinar en línea recta y trazando eses, pero el placer de patinar y la suavidad del movimiento me hacían pasar horas patinando. En pocas semanas noté que se fortalecían mis rodillas y caderas, así como el sentido del equilibrio.
Poco a poco fui probando cosas muy gradualmente. Comencé a hacer ejercicios para aumentar la resistencia, a experimentar con la presión en las distintas ruedas y direcciones, a alargar los pasos y deslizarme más metros con cada impulso, a inclinarme un poco menos… en fin, a probar pequeñas variantes de cada movimiento, siempre desde la sensación de control y suavidad.
Naturalmente llevaba el pack completo de protectores y su estado después de unos meses era un poco lamentable. Me caí muchas veces practicando cosas a muy poca velocidad y de forma controlada, con lo cual no me hice ningún daño. Tampoco intenté hacer ningún movimiento nuevo sin haberlo ensayado lentamente ni me lancé a velocidades a las que se me escapara el control.

Se aprende experimentando y preguntando
Como mi carácter es así, preferí aprender y probar cosas por mí misma, consultarlas por internet o preguntar a otros patinadores que asistir a un curso donde me dieran “órdenes”. Ya tenía suficientes jefes en el trabajo como para tener que escuchar a alguien diciéndome lo que debía hacer. Eso contribuyó a que siempre tuve mucha precaución en todo. Eso sí, también me dediqué a observar a otros patinadores y a intentar comprender sus movimientos. Pero sobre todo, algunos patinadores experimentados me dieron buenos consejos y eso también ayudó mucho.
Así seguí hasta conseguir frenar con seguridad, hacer algunos movimientos difíciles, perder el miedo a las rampas, hacer un poco de slalom y patinar hacia atrás. Y llegó el momento, un año después, en el que me atreví a salir de casa con los patines y circular por la ciudad hasta los lugares atractivos para patinar.
A mis ya 46 años salía casi todas las noches de verano a patinar unas horas y a disfrutar de la brisa nocturna. Con los cascos puestos, la tranquilidad de pistas casi vacías (siempre te encuentras a algún otro amante del paseo nocturno), el aire limpio y la increíble sensación de libertad que te dan los patines, era el contrapeso ideal para olvidar el trabajo y las preocupaciones. Y como colofón, tanto ejercicio también tuvo su efecto positivo en la figura.
No dudo en aconsejar este deporte a todo el mundo, incluso a personas mayores de 50-60 años. Eso sí, es imprescindible no tener miedo. Aunque también es verdad que el miedo controlado es el mejor aliado del deportista maduro porque le vuelve cuidadoso y meticuloso.